Queremos
creer que lo racional rige nuestras vidas, aunque las emociones nos
lo vayan poniendo en duda. La realidad es que nuestro día a día
está tejido por centenares de gestos que repetimos automáticamente
tras identificar olores, tactos, formas, sabores y sonidos
familiares.
Desde
que nos levantamos, olores como el pan recién tostado o el café
humeante nos despiertan a una sucesión de percepciones que van a
encaminarnos a lo que llamamos una jornada normal.
Lavarnos
las manos es uno de estos pequeños gestos cotidianos que agradecemos
antes de comer, tras el trabajo o al llegar a casa. Luego nos
sentimos limpios y con las manos suaves.
Paulatinamente
el dispensador de jabón va quitando su espacio a la tradicional
pastilla por la higiene y facilidad de uso que supone. Primero
ocurrió en los establecimientos de servicios y en los centros de
trabajo. Luego llegaron a los hogares.
Cada
vez es más habitual, encontrarnos el mismo dispensador en muchos
lugares donde tenemos que lavarnos las manos. En casa, en el trabajo,
en la cafetería y en las viviendas de familiares encontramos el
mismo envase que nos espera.
La
botella transparente de plástico con el líquido de color blanco, el
dosificador negro y un dibujo de unos copos de algodón en la
etiqueta que hemos comprado en Mercadona.
Poco
a poco este supermercado nos va ganando su confianza y vamos llenando
nuestros armarios y neveras con los productos que nos ofrece
ajustando al máximo la calidad y el precio.
Ir
a comprar se convierte en algo familiar, es como volver a casa. No
estamos pensando en la búsqueda de ofertas, sino en ir recolectando
los productos que necesitamos en nuestra gran despensa.
Tras
este sencillo gesto cotidiano que realizamos hay un gran esfuerzo de
una empresa que pone todo su empeño en ofrecernos el mejor producto
y servicio posibles. No sólo en el personal de la tienda que vemos
siempre trajinando de un lado a otro y atendernos amablemente en la
caja.
También
en las empresas que elaboran los productos y en la extraordinaria
logística para hacer posible el milagro de encontrarnos las
estanterías llenas cada día con aquello que necesitamos.
Quizás
no valoramos suficientemente este milagro que se repite cada día.
Nos comportamos como niños que nos encontramos todo hecho sin querer
ver el trabajo que han hecho antes nuestros padres.
Así,
nos despertábamos con la manta bien puesta, inconscientes de que
mamá o papá habían vigilado que no nos destapáramos mientras
dormíamos, únicamente recompensados por nuestra sonrisa.
Tal
vez, con la esa sonrisa del niño a sus padres, deberíamos decir al
personal de la tienda de Mercadona que lo están haciendo muy bien,
que todo el esfuerzo que realizan cada día vale la pena.
Daniel Vallés Turmo
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