El sábado 18 de mayo asistí a la graduación en Derecho de mi
sobrino Javier en la Universidad de Navarra. Me sorprendió el
discurso final del decano que habló sobre la adversidad.
Nos dijo que todos estábamos preparados para los momentos buenos
pero, sin embargo, poco se nos habla de “los malos tragos” que la
vida nos va brindar como bebida.
Comentó una metáfora de tres alimentos que ponemos en una hoya
hirviendo (la adversidad) durante un tiempo. Así, una zanahoria, un
huevo y una infusión de café instantáneo.
Al cabo de 15 minutos, rescatamos los alimentos y veremos que su
estado es muy diferente. La zanahoria, que era muy fuerte, tras estar
hervida se deshace con suma facilidad.
El huevo, que cuando lo introducimos en la olla era muy frágil, ha
devenido un “huevo duro”. Y la infusión de café, se ha diluido
en el agua, siendo una cosa misma con el agua.
El decano nos quiso llevar a la tercera opción, la entereza como
disolución en el ámbito que nos toque vivir. La entereza como una
vía para transcender a nosotros mismos.
No sé si lo graduados (incluido mi sobrino Javier) comprendieron lo
que estaba diciendo. Sin duda era un mensaje para los padres. Ellos
estaban pensando en la fiesta de la noche. Así, es la juventud.
El martes 21, yendo a tomar el café matutino, veo la esquela de
Angelita Sin, viuda de Ignacio Bernad. Me sorprende porque hace pocos
días que la había visto paseando.
Mi padre Pedro trabajó como pastor para su marido Ignacio, que murió
en la temprana edad de los 52 años. Tenían una carnicería en la
calle Monzón (hoy Joaquín Costa) que tenía una figura de un toro
en la fachada.
Angelita tenía 46 años. Todo el mundo le decía que cerrara la
carnicería. De hecho estuvo unos días cerrada, pero luego volvió a
abrirla. El hijo pequeño apenas tenía 5 años. Tuvo la entereza
para seguir adelante.
Sin duda esa lección sirvió para que ese nicho pequeño, Nacho, y
una de las hermanas hoy sean emprendedores. Porque esa entereza se
contagia en el entorno, aunque uno no sea consciente.
Mi madre le ayudaba a limpiar la carnicería. Recuerdo los buenos que
eran los recortes de los finales de los chorizos y los salchichones
que nos traía. En aquella época se comía mucho bocadillo y no
existían los envasados ya cortados.
Mi madre, también, tuvo que tener entereza. Mi padre tuvo un
accidente de circulación y dejó de trabajar a los 55 años,
quedándole una paga muy pequeña. Así, que mi madre le toco ir a
“hacer faenas”.
El caso de Angelita, mi madre Amparo, no son únicos. Hay muchas
mujeres que ante la muerte o la enfermedad de su marido, les ha
tocado “tener la entereza” para sacar la familia adelante.
Siguiendo la metáfora del decano, se han diluido para que su entorno
crezca. Se han convertido en el substrato para dar vida a las
personas que de ellas dependen, en vez de pensar en ellas mismas.
En el ámbito empresarial, ocurre algo parecido. Parece que tenemos
que descartar el comportamiento de la zanahoria. Sin embargo, el
estereotipo masculino es el del huevo duro, perdiendo la
sensibilidad.
Tal vez, esa entereza haya podido servir durante muchos años pero,
actualmente, donde la clave del éxito de una empresa está en la
gestión de los recursos humanos, ya no es válida.
Toca diluirse con el problema de las personas que integran la
empresa. Como aquel anuncio de un coche donde salía una imagen de
Bruce Lee diciendo “be water”, como una metáfora de adaptación
a la realidad.
Es algo, no quiero parecer machista, que siempre ha estado unido a la
condición de ser madre, el diluirse con la familia. Tal vez sea hora
que los hombres aprendamos de esta actitud.
O tal vez, todavía mejor, haya que crear un nuevo constructo que
permita “llevar la entereza” manteniendo la integridad
individual. Este es uno de los retos del momento histórico que nos
ha tocado vivir.
Daniel
VALLÉS TURMO
Publicado en Ronda Somontano el 14 de julio de 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario