En el cambio de los modelos de
negocio de las actividades empresariales, la innovación tecnológica ha
repercutido especialmente en dos áreas: la forma de relación con el cliente y
los canales a través de los cuales lo hacemos.
El avance de las tecnologías de
la información y las comunicaciones ha incidido tanto en la conducta del
consumidor como en los interfaces utilizados en el proceso de compra.
Estas nuevas tecnologías de la
información permiten una relación muy estrecha con el cliente que, en muchas
ocasiones, puede agobiar y tener el efecto adverso al previsto inicialmente.
En educación se suele utilizar el
lema de la distancia óptima con el alumno, ni muy cerca, ni muy lejos para
evitar que interfiera negativamente en la labor pedagógica del profesor con el
alumno.
En el ámbito empresarial, ocurre
algo semejante. En teoría, todos queremos ser los “partner”, socios, de
nuestros clientes y establecer una relación colaborativa, pero la realidad es
que nuestros clientes cada vez reciben más ofertas continuamente.
De modo que no es fácil mantener
esa distancia óptima, ni por parte de la empresa, ni por parte del cliente para
evitar que haya malentendidos y, como consecuencia, posibles conflictos entre
las partes.
“La distancia óptima” sería útil
en toda la cadena de valor empresarial para evitar ofuscarnos con aspectos que
en el medio plazo no nos van a ayudar, aunque sí en el corto plazo.
Es aquel dicho empresarial de
dejar que sean otros los que se ganen el último euro. También, ejemplificado en
refranes como “la avaricia rompe el saco”. En todo caso, se trata de no tensar
excesivamente.
Algo parecido ocurrió a una mujer
emprendedora del Pirineo hace 70 años, en una época de postguerra donde la
situación económica era muchísimo más complicada que en la actualidad.
En una ocasión, la emprendedora,
venía de regreso de vender por los pueblos con un carro. En el trayecto, se dio
cuenta que una maleta que contenía ropa para la venta, se le había caído.
Dio la vuelta, pero no la
encontró. Sólo se habían cruzado con un vecino que iba en bicicleta en sentido
contrario. Así que sospechó que la había podido coger dicha persona y
esconderla.
Esa noche, se puso a observar qué
ocurría en la casa del vecino. Efectivamente vio como la maleta la cargaban
escondida en un burro. Les siguió hasta que la ocultaron bajo tierra en un
huerto lejano.
Cuando se fueron, la desenterró
para llevarla a casa. La enseñó a unos vecinos contándoles lo sucedido para que
fueran testigos al día siguiente cuando lo denunciara a las autoridades.
Volvió a enterrarla y su marido
se quedó en el huerto, que estaba cercano al escondite, para vigilar que no la
desenterraran mientras iba a avisar a las autoridades y, así, poner en
evidencia al vecino.
Pero, entretenido en las faenas
de la huerta, su marido no estuvo atento cuando vinieron a desenterrarla. La
emprendedora cogió un berrinche monumental que le costó mucho tiempo olvidar.
Cuando escuchamos la historia,
nos preguntamos porqué no se contentó con recuperar la maleta, que hubiera dado
buen final después de la labor de investigación para encontrarla.
La búsqueda de una revancha
excesivamente teatralizada para avergonzar al vecino hizo que no sólo no
recuperara la mercancía, sino que mantuviera el mal humor durante largo tiempo.
Cuando nos obsesionamos, acabamos
saturando la percepción distorsionándola dándole más valor a nuestra valoración
subjetiva que a la propiciada por los hechos que ocurren.
Pero la realidad es tozuda y
acaba por imponerse. En el caso actual, la complejidad hace que sea todavía más
necesario mantener esa distancia óptima que nos permite saber donde nos
encontramos.
Y saber, también, donde vamos.
Las nuevas tecnologías, al igual que pueden complicar la relación con los
clientes, igualmente nos pueden ayudar en este cometido de establecer el tipo
de relación más adecuado.
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