Este año se cumple el 70 aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz. Se mantiene en pie sus instalaciones para que no olvidemos la barbarie que cometimos lo seres humanos.
Yo no he sido capaz de ir a este campo. Quien ha estado, me comenta que se respira el terror, sobre todo en el campo anexo de Birkenau. Cuando he estado en exposiciones sobre el tema, salgo muy mal.
Esta y otras barbaries que se cometieron en la Segunda Guerra Mundial fueron el detonante para que aquellos países europeos que se habían enfrentado se unieran en una comunidad con el objetivo de que no hubiera más guerras.
Efectivamente el objetivo se ha cumplido, pero ahora parece que nos estamos enfrentando a otro tipo de conflictos que tienen que ver con la desigualdad económica y social.
Y aunque parezca chocante, el letrero que estaba en la puerta de Auschwitz, “El trabajo dignifica”, hoy cobra un significado muy distinto. Más que nunca, el tener trabajo es necesario para ser personas.
Mi querido Ignacio Ellacuría decía que el trabajo era un lugar privilegiado para este desarrollo como persona, donde poder manifestarse y crecer humanamente. De aquí, su importancia.
Luchó y murió con su palabra para defender una civilización basada en la dinamización de la dignidad humana. Pocos días antes que lo asesinaran un periodista le preguntaba si tenía miedo de volver. Él contestó que “no olía el miedo”.
Y tenía razones para tenerlo. Pero, si actuamos bajo el miedo, lo más posible es que las emociones salten como un resorte con el odio, creando una espiral de la que no se puede salir.
Como buen jesuita, Ignacio Ellacuría, seguía el consejo del fundador de la compañía San Ignacio de Loyola, de mantener por delante el discernimiento. En este caso, utilizar sólo el diálogo y la palabra como herramientas dialécticas.
Deberíamos tener en cuenta esta actitud de Ellacuría en estos momentos complejos que estamos viviendo, donde parece que se pretende movilizar las más “bajas” pasiones para que no pensemos.
Cuando en los conflictos personales y laborales entramos en espirales emocionales de miedo y odio, luego resulta muy difícil retomar las situaciones. Las palabras se las lleva el viento, pero “cómo nos sentimos” queda allí mucho más tiempo.
Hace muchas décadas que en la resolución de los conflictos laborales, se ha ganado más sentándose en una mesa que manifestándose. Y, hoy, no tiene por qué ser distinto aunque sea complicado y se quiera tensar la cuerda.
Hace unas semanas presencié una manifestación ante una empresa. Había una pancarta y se entregaban unas hojas explicativas a quienes entraban. Luego, comenzaron los altavoces, los pitos y los petardos.
El clima emocional creaba tensión en todas las partes. No sé si ayudó a retomar un diálogo posterior. En mí, consiguieron crear tensión. Quienes me vieron después, me dijeron que me veían nervioso.
Comprendo que los manifestantes tendrían sus motivos para hacerlo y, seguramente, habrían intentado acercamientos más pacíficos y verían en esa forma la única oportunidad.
Lo mismo ocurre en nuestros entornos. Las cosas no son fáciles y nos es sencillo pensar que no podemos actuar. Tal vez, deberíamos pensar en el discernimiento de Ignacio Ellacuría de “no oler el miedo”. Y añado, “el orgullo, el resentimiento,…”
Porque estas emociones nos predisponen a no centrarnos en las soluciones, sino a responsabilizar y culpabilizar a la otra parte, de modo que es muy difícil que encontremos soluciones.
Y no podemos tachar a Ignacio Ellacuría de “flojo”. Junto a Jon Sobrino fueron los creadores de la Teología de la Liberación. Pero, siempre, con la educación y la palabra por delante.
En una conferencia del filósofo José Luis Aranguren, le escuché decir que deberíamos tratar a todas las personas como si de su decisión pudiera depender nuestra vida en algún momento.
Suena un poco bestia, pero se recuerda fácilmente y nos puede servir cuando veamos que “comenzamos a oler el miedo, el orgullo y el resentimiento”, para evitar contagiarnos.
Daniel Vallés Turmo
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