Aceite
y calzado
Artículo publicado en Diario del Altoaragón |
Mi tío Antonio de Barcelona decía que la familia de mi madre eran
unos “quinquillaires”. Quería decir quinquilleros, que eran las
personas que pasaban por los pueblos para arreglar las ollas con
estaño y las vasijas de cerámica con alambre.
Lo decía porque se dedicaban a vender por los pueblos de la montaña.
En muchas ocasiones la forma de pago era con huevos o con productos
que luego se podían vender fácilmente en la ciudad, porque en las
casas no había dinero.
Entonces, los
hogares eran unidades de producción en vez de consumo. Se
autoabastecían con la huerta y el ganado. Se hacían la ropa,
primero a mano y luego con la máquina de coser Singer que podemos
ver en muchas casas. Apenas había que comprar el aceite y el
calzado.
La
economía era circular (concepto que ahora está de modo) y todo se
reparaba o se le daba otro uso. Por los pueblos pasaban personas con
oficios como los quinquilleros o quienes se dedicaban a hacer cestas
o cañizos.
Desde
la década de los 50 del siglo pasado, a la par que las ciudades han
ido creciendo, los hogares han ido deviniendo paulatinamente unidades
de consumo en vez de producción.
Hasta
se está perdiendo la capacidad del bricolaje (hacerlo uno mismo)
pasando del mantener la casa a depender de terceros para hacerlo. Los
seguros de hogar cada vez ofrecen más coberturas para hacer pequeñas
reparaciones e instalaciones.
Incluso
para las personas que nos gusta mantener las habilidades de
bricolaje, vamos viendo como se complica la posibilidad de encontrar
repuestos de electrodomésticos haciendo que nos volvamos expertos en
conocer la referencia exacta de cada pieza.
En
este sentido, hace poco estuvo dando una conferencia en Barcelona el
filósofo surcoreano Byung-Chul Han que está estudiando en
profundidad las consecuencias de esta tendencia al hiperconsumismo y
a la comercialización, incluso, de las relaciones entre personas.
Es
interesante leerlo, pero tiende su relato a ser lo que llamamos una
“distopía”, un futuro que nos espera nada optimista. Yo quiero
creer que este medio siglo de crecimiento de la sociedad del consumo
irá transformándose.
Lo
que llamamos “economía colaborativa”, el sacar rendimiento al
uso de nuestros activos compartiéndolos, en particular el coche y la
casa, pudiera ser un esqueje de vuelta al hogar no únicamente como
unidad de consumo, sino también de producción.
Distintos
intereses están haciendo que no se favorezca la autoproducción de
energía eléctrica en el hogar con placas solares. Pero es una
realidad que acabará por imponerse, de forma que se disminuirá la
dependencia.
Igualmente,
varias aplicaciones móviles que se anuncian compulsivamente en
televisión nos animan a vender aquella ropa y objetos que ya no
utilizamos. Recientemente he sido testigo de como estos anuncios
están calando en la población.
Tomando
el café matutino mientras leía la prensa, escuché a una madre
decir a su hija que en vez de alquilar un trastero para dejar la
secadora vieja de la peluquería, lo pusiera en venta en Internet.
Se
ha impregnado el concepto de dar salida a lo que ya no nos sirve en
vez de guardarlo. Esto está complicando un poco a los de hacienda,
pero ya verán como cobrar algún impuesto.
Por
cierto, en algún modo mi tío Antonio tenía razón. En casa había
un salvamanteles que se estaba estropeando y mi madre cogía las
tapas de aluminio de las botellas de leche para ir remendándolo.
Cuando
era niño me parecía un poco extremo hacer eso, dado el poco valor
de un salvamanteles, pero ahora, tras leer un artículo en El País
titulado “Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida, lo veo
de otra manera.
La
autora, Marta Rebón, dice que el ¨kimtsugi” es una técnica
centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica
rotas que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida.
Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y
sobrellevar las cicatrices.
Así,
cada vez que vemos esa pieza reparada nos evoca el desgaste que el
tiempo obra sobre las cosas físicas y otorga valor a nuestras
imperfecciones. De esta manera, es como ahora veo el salvamanteles
reparado.
No
sé si mi madre le quería dar este sentido también, o continuaba
haciendo aquello que había aprendido desde niña, que era reparar
todo manteniendo esa belleza especial que tienen los objetos
cotidianos que hemos utilizado durante años.
Daniel
VALLÉS TURMO
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