martes, 6 de marzo de 2018

Aceite y Calzado


Aceite y calzado

Artículo publicado en Diario del Altoaragón

Mi tío Antonio de Barcelona decía que la familia de mi madre eran unos “quinquillaires”. Quería decir quinquilleros, que eran las personas que pasaban por los pueblos para arreglar las ollas con estaño y las vasijas de cerámica con alambre.
Lo decía porque se dedicaban a vender por los pueblos de la montaña. En muchas ocasiones la forma de pago era con huevos o con productos que luego se podían vender fácilmente en la ciudad, porque en las casas no había dinero.

Entonces, los hogares eran unidades de producción en vez de consumo. Se autoabastecían con la huerta y el ganado. Se hacían la ropa, primero a mano y luego con la máquina de coser Singer que podemos ver en muchas casas. Apenas había que comprar el aceite y el calzado.
La economía era circular (concepto que ahora está de modo) y todo se reparaba o se le daba otro uso. Por los pueblos pasaban personas con oficios como los quinquilleros o quienes se dedicaban a hacer cestas o cañizos.
Desde la década de los 50 del siglo pasado, a la par que las ciudades han ido creciendo, los hogares han ido deviniendo paulatinamente unidades de consumo en vez de producción.
Hasta se está perdiendo la capacidad del bricolaje (hacerlo uno mismo) pasando del mantener la casa a depender de terceros para hacerlo. Los seguros de hogar cada vez ofrecen más coberturas para hacer pequeñas reparaciones e instalaciones.

Incluso para las personas que nos gusta mantener las habilidades de bricolaje, vamos viendo como se complica la posibilidad de encontrar repuestos de electrodomésticos haciendo que nos volvamos expertos en conocer la referencia exacta de cada pieza.
En este sentido, hace poco estuvo dando una conferencia en Barcelona el filósofo surcoreano Byung-Chul Han que está estudiando en profundidad las consecuencias de esta tendencia al hiperconsumismo y a la comercialización, incluso, de las relaciones entre personas.
Es interesante leerlo, pero tiende su relato a ser lo que llamamos una “distopía”, un futuro que nos espera nada optimista. Yo quiero creer que este medio siglo de crecimiento de la sociedad del consumo irá transformándose.

Lo que llamamos “economía colaborativa”, el sacar rendimiento al uso de nuestros activos compartiéndolos, en particular el coche y la casa, pudiera ser un esqueje de vuelta al hogar no únicamente como unidad de consumo, sino también de producción.
Distintos intereses están haciendo que no se favorezca la autoproducción de energía eléctrica en el hogar con placas solares. Pero es una realidad que acabará por imponerse, de forma que se disminuirá la dependencia.
Igualmente, varias aplicaciones móviles que se anuncian compulsivamente en televisión nos animan a vender aquella ropa y objetos que ya no utilizamos. Recientemente he sido testigo de como estos anuncios están calando en la población.
Tomando el café matutino mientras leía la prensa, escuché a una madre decir a su hija que en vez de alquilar un trastero para dejar la secadora vieja de la peluquería, lo pusiera en venta en Internet.
Se ha impregnado el concepto de dar salida a lo que ya no nos sirve en vez de guardarlo. Esto está complicando un poco a los de hacienda, pero ya verán como cobrar algún impuesto.

Por cierto, en algún modo mi tío Antonio tenía razón. En casa había un salvamanteles que se estaba estropeando y mi madre cogía las tapas de aluminio de las botellas de leche para ir remendándolo.
Cuando era niño me parecía un poco extremo hacer eso, dado el poco valor de un salvamanteles, pero ahora, tras leer un artículo en El País titulado “Kintsugi, la belleza de las cicatrices de la vida, lo veo de otra manera.
La autora, Marta Rebón, dice que el ¨kimtsugi” es una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas que ha acabado convirtiéndose en una filosofía de vida. Frente a las adversidades y errores, hay que saber recuperarse y sobrellevar las cicatrices.
Así, cada vez que vemos esa pieza reparada nos evoca el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas y otorga valor a nuestras imperfecciones. De esta manera, es como ahora veo el salvamanteles reparado.
No sé si mi madre le quería dar este sentido también, o continuaba haciendo aquello que había aprendido desde niña, que era reparar todo manteniendo esa belleza especial que tienen los objetos cotidianos que hemos utilizado durante años.


Daniel VALLÉS TURMO

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